Me he aburrido de este cielo azul,
de ver a Dios tan cómodo con su luz.
Mis alas se han cansado de siempre viajar sin un sur.
Paso días con mis hermanos en silencio,
tan perdidos sin movernos,
tan indiferentes que la belleza de este paraíso
es estoica a nuestros sentidos.
Asumo que estoy perdiendo la cordura,
que mi percepción se transfigura
y mi misión pasó al pasado sin ser victoria.
Estoy exhausto de volar,
y no es que las alas sean un peso,
ni que las plumas estén llenas de lluvia.
Es que tan solo el aire de este lugar
es tan pesado que hasta los átomos sean puesto a soñar.
Parece un séptimo día eterno,
parecen los ojos de dios muertos
y mis deseos de libertad pagana alabanza.
Es así que escapamos cuando Dios duerme
volando por la tierra de los mortales.
Blandimos las alas deshojando el otoño de los bosques,
blandimos las alas haciendo olas en mares llenos de delfines.
Vuelo y siento a la muerte por todos lados como perpetuo ente;
vuelo y entiendo que la vida es tesoro gracias a la muerte.
Dios se percata de nuestros actos pero no nos señala
con el dedo que juzgo al hermano caído.
Dios no acata nuestro castigo, ni satisface nuestro añorar.
Transcurrió el tiempo y bajábamos a volar
con el favor silente de los querubines.
Bajábamos por vívidos paseos con la naturaleza,
hasta que un día dilucide por primera vez al hombre
y junto a él, el ser más bello de la creación; la mujer.
A partir de esa imagen no bajamos más solo a volar por libertad.
Descubrimos un sentimiento extraño,
algo tan sublime que nuestros rostros cambiaron,
que nuestras alas se blanquearon.
Ya no volábamos sino andábamos entre humanos.
Estábamos entre ellos y no nos repudiaban,
vivíamos entre ellos y sus mujeres nos amaban.
Cada uno hizo caso de su pasión eligiendo a las damas,
cada uno fecundó sus vientres y sus almas.
Al regresar al templo de Dios
la ira nos esperaba y el castigo nos flagelaba.
Sus ojos botaban fuego verde y sus labios
espinas que a nuestras alas cortaban.
Luego de incesantes torturas y martirios
fue dictada nuestra sentencia sin palabras.
Expulsados por copular con mortales
cantaban las nubes doradas.
Se nos destinó a vivir entre los seres de carne
y a ser odiados como lo es el primer caído.
Se nos castigo tan solo por responder a nuestros instintos,
por hacer uso del poder, por entender que era el placer.
Se nos castigo por los celos eternos que ha de sentir el cielo.
Ahora vagamos entre los hombres,
los vemos envejecer y morir.
Los vemos pasar y nosotros seguimos eternos.
Las vemos y cada cuanto nos enamoramos
dejando un niño y con él un poder que no siempre
es usado para el bien que alguna vez alabamos.
Somos los Grigoris,
somos los doscientos perfectos,
somos los ángeles que aman lo carnal.
Somos los desterrados que hicieron el mal
tan solo por conocer la libertad.
Somos los que aun andan entre ustedes
somos, quizás, el padre que nunca llegaste a conocer.
Pero ni tu fuerza ni mi magia podrán cambiar
El destino y final de la ya fría humanidad.